Cuando yo era pequeña, no me ponía mala nunca. Mi madre cuenta que una vez cayeron absolutamente todos los niños de la guardería, y ahí estaba yo tan pichi. Conforme me fui haciendo mayor aquello era una putada porque estaba deseando poder faltar alguna vez a clase por eso de que como nunca pasaba, pues era la novedad. Y ahí estaba yo, que no caía así fueran los «viruses» como puños.
Llegué a la adolescencia y ya empezamos a arrepentirnos de esos deseos. Estando en tercero de BUP pillé una salmonelosis que aún recuerdo con horror y me puse a morir. ¡Qué horror! Cuando yo decía que me quería poner malita, me refería a un catarrillo, algo sin demasiada importancia que me hiciera quedarme en casa un día o dos, no eso. Está claro que tenía que haber precisado. Entre eso y que cada vez que me bajaba el periodo me creía morir cubrí lo que yo creía que era mi cupo.
Pero no. Durante estos años he pillado cosas sin talento; lo peor de todo fue una enfermedad que no llegaron a saber qué era y que me tuvo cerca de dos meses ingresada en el hospital. Parecía un caso de House, solo que mis médicos estaban más perdidos que un pulpo en un garaje. Todo me salía bien, y no sería por pruebas, pero yo temblaba inexplicablemente como una hoja en cuanto había un pequeño cambio de temperatura. Era como si tuviese el termostato estropeado. Podría pensarse que era psicológico (y a mí no me hubiera importado que así fuera, si con eso dábamos con el quid de la cuestión), pero unas pocas decimillas de fiebre estaban ahí jodiendo la marrana. Me decían, si hay fiebre, no puede ser psicológico. Afortunadamente, como vino se fue. No llegamos a saber nunca qué narices fue lo que me sucedió, aunque se me ha quedado una ligera secuela. En cuanto me encuentro mal, por lo que sea, mi cuerpo tiembla, aunque no de manera tan escandalosa, ni desde luego, de continuo. Es una gaita porque es bastante escandaloso, aunque yo siempre le quito hierro al asunto y les digo que es más aparatoso de lo que realmente es y que yo no me encuentro tan mal.
El caso es que hablando el otro día de esto con una mami del cole me preguntó si con aquello yo me había preocupado mucho, porque desde luego era como para hacerlo. Y le dije la verdad… que en su momento estaba bastante más angustiado el resto del mundo que yo. Quizás, porque no era consciente de que PODÍA ser algo grave. Y también le dije que hoy las cosas hubieran sido muy diferentes.
Llevo un invierno bastante malo. Creo que me ha pasado factura todo el estrés al que estuve sometida durante el primer año de Mencía y mi cuerpo, que es un poco lento, me lo está haciendo pagar ahora. Ni lo sé la de cosas que he pillado este año. Lo actual, una bonita otitis que lleva arrastrándose desde hace casi dos meses aderezada con una gripe. O eso supongo, porque la otitis está diagnosticada pero la gripe no, aunque me duele el cuerpo como si me hubiera pasado un tractor por encima. Así que me imagino que algo así será. Ayer lo único que quería era meterme en la cama y dormir. Así que va a ser gripe porque esto no es lo habitual.
Cuando una es madre lo cierto es que cambian las cosas mucho. Yo recuerdo pocas veces enferma a mi madre, y realmente no será porque no haya tenido cosas. Creo que las madres están hechas de otra pasta y se «comen» las enfermedades, los bajones etc para que los niños perciban la normalidad. A mí reconozco que me cuesta, pero mis hijas no me dejan mucho margen. Estás ahí, hecha unos zorros, que lo único que quieres es olvidarte del mundo y meterte debajo de miles de edredones y dormir, dormir, dormir, pero no puedes. Las niñas tienen que comer, tienen que bañarse, tienen la puñetera costumbre de despertarse por las noches. Y aunque cuentas con ayuda (en mi caso, no poca), sí que hay momentos en que eres tú, o eres tú. Y ya puedes estar como quieras.
Cuando hablaba con la mami del cole, le decía que las cosas hoy hubieran sido bastante diferentes sobre todo porque ahora el sentido de trascendencia es otro. Antes era yo, y lo que me pasaba a mí, básicamente, me afectaba a mí. Por supuesto, afectaba a mi novio (hoy mi marido), a mi familia, pero eso para mí era como un intangible. Si hoy cayera enferma como aquel entonces estoy segura de que la preocupación sería muy distinta porque, primero, no podría descansar del mismo modo, y segundo, y más importante, pensar que cualquier cosa que me afecte a mí en el fondo acaba repercutiendo en mis hijas me supondría un peso del que es difícil desprenderse. Yo ahora cuando estoy mala, en las primeras que pienso es en ellas. En si podré atenderlas bien o no. Y rezar para que lo que me pase sean memeces como las que me aquejan este invierno porque yo ahora no me puedo permitir el lujo de ponerme enferma por ellas.
Como cambian las visiones… antes te dejabas mimar, permanecías en la cama todo lo que podías, alargando las enfermedades… y ahora, cualquier atisbo de mejoría es suficiente para lanzarte en plancha y levantarte porque no te queda otra.
¡Pero es lo que hay!