Ayer llevé a mi marido y a mis hijas a pueblo para que pasen ahí unos días. Lo que implica que voy a estar sola conmigo misma diez días. Vamos, lo que se conoce como «estar de Rodríguez». La pregunta de todo el mundo es ¿y no los vas a echar de menos?.
Sí. Los voy a echar de menos, sobre todo porque no están. Igual suena a madre desnaturalizada, pero durante todo el año no tengo ni un segundo para añorarles porque los tengo pegados a mí absolutamente todos los días. Me levanto con las niñas, les doy el desayuno, las visto y las llevo al colegio a las 9,30 de la mañana. Mientras ellas están ahí, yo trabajo un ratito, hasta las 3 de la tarde y voy a casa de mi madre donde veo a Aldara un segundo hasta las 5 de la tarde y a Mencía todo el rato. Llego a casa a las 8, después de haber estado todo el tiempo con ellas, y acabo acostándome la mitad de los días con ellas al lado. Es decir, que entre semana prácticamente no dispongo de un minuto para mí, los que tengo son robados, y con las niñas no demasiado lejos.
No entendáis esto como una queja; elegí trabajar a media jornada en un trabajo por debajo de mi cualificación y de mis estudios precisamente porque para mí era importante disfrutar de ellas y eso es lo que hago. No tengo la sensación horrible que tienen muchas madres de estarse perdiendo cosas porque el trabajo las absorbe en exceso, queriéndolo o no. Me siento afortunada por poderme permitir esto y no lo cambiaría por nada del mundo. Sencillamente, me limito a constatar un hecho: habitualmente no puedo echarlas de menos en absoluto porque no ha lugar, no hay tiempo.
Así que estar sola y poder echarlas de menos, en este momento es un lujo para mí. Aunque estoy trabajando por las mañanas, en cierto modo esto son mis vacaciones. Llego a casa por la tarde, y me puedo dedicar a mí. A ver las series que me gustan, a leerme esos libros que tengo aparcados, a escribir aquí, acostarme pronto o tarde según quiera, ver la tele en la cama con el ordenador, salir sin un plan logístico de por medio… cosas que hoy por hoy para mí son un auténtico lujo. Hasta el poderme permitir tener la cocina hecha unos zorros es maravilloso.
En cierto modo es liberador durante 10 días poder ser yo y no la madre de nadie. No tenerme que preocupar por si se caen, discuten, tienen sueño o la comida no les gusta.
Adoro a mis hijas. Hoy lo hablaba con una compañera, son lo mejor de mí, mi alegría y lo que me hace levantarme cada mañana. Pero son agotadoras y absorbentes y necesito desconectar. No creo que esto me convierta en peor madre. En todo caso me convierte en una madre humana, que es, en el fondo, lo que hay. En todo caso cuesta decir estas cosas, sobre todo en entornos de «no madres». Suena terrible. Pero no creo que lo sea. A veces necesito ser un poco yo para luego ser madre al cien por cien.
Pero también os digo… sé que llegará un día (no probablemente mañana ni pasado) en el que las echaré tanto de menos que me darán ganas de coger el coche y largarme a verlas. Intentaré refrenarlas, y lo digo en serio.
Supongo que esto es como todo… un familiar mío dice que de su hija no se separa salvo cuando es estrictamente necesario. Pero el caso es completamente diferente, porque ella trabaja de 8 a 19 horas y apenas tiene tiempo entre semana para estar con su niña. Yo lo entiendo y lo comprendo, pero claro, no es mi caso. Alguna vez hablamos de que ella nunca pensó que fueran a ser así las cosas antes de ser madre, porque no tenía un instinto maternal especialmente desarrollado. Pero ¡ya véis! En cambio yo, que soy la supuestamente maternal ab initio, la del reloj biológico dando tañidos desde que tenía 22-23 años estoy deseando perderlas de vista un rato. Estas cosas son imprevisibles. Supongo que cuando tengo oportunidad de dejar de ser madre un rato sale la persona independiente que tornaba, entraba y salía sin tener que dar explicaciones a nadie. ¡Con lo que yo he sido!
Lo que me lleva a una situación un tanto extraña que viví ayer. Fui con mi amiga S., que está embarazada de 19 semanas y su novio a visitar a mi amiga M. que acababa de dar a luz y en su casa coincidimos con otras dos amigas suyas a las que sólo conocíamos de vista. Le pedí permiso a M. para coger a su recién nacido y S. empezó a ponerse muy nerviosa porque se vio dentro de unos meses con su hij@ en brazos y se agobió un montón. Me ha chocado, pero no sé muy bien porqué, ya que S. SIEMPRE ha dicho que a ella los bebés recién nacidos no le emocionan especialmente, que prefiere a los niños cuando son más mayores y se puede razonar con ellos. El caso es que cuando ha dicho que qué iba a hacer ella con un bebé tan pequeño le he dicho por quitarle hierro al asunto que no se preocupara, que daría a luz, le pondrían a su bebito encima y se enamoraría de él, le daría un subidón de hormonas y se apañaría como nos hemos apañado todas. Mejor, peor, pero que a todo se hace una.
Y lo que me ha sorprendido y mucho, ha sido la frialdad con la que las otras amigas, prácticamente unas perfectas desconocidas para nosotros, nos han dicho que en su caso no había sido así. Que muchos meses más tarde en el caso de una, y años en el caso de la otra, con el tiempo habían acabado sintiendo algo por sus hijos, y que nunca habían sentido eso que llaman el «enamoramiento».
Francamente, me ha sorprendido muchísimo. Creo que por la forma de expresarlo, de una manera muy dura, fría y abierta delante de gente que no las conoce y que no puede valorar cuales son sus circunstancias. La verdad… me he quedado sin palabras.
En mi vida intento poner en marcha la máxima «Vive y deja vivir» y «Respeta a todo el mundo, incluso cuando no te guste lo que piensan». O mejor dicho, especialmente cuando no te gusta, que es cuando es difícil. Respetar al que opina como tú no tiene ningún mérito ¡acabáramos!. Pero hoy he tenido que esforzarme mucho en tratar de entenderlo, me ha costado muchísimo y lo digo sin ningún rubor.
Por un lado creo que tiene que ver con las expectativas, y de esto tenemos mucha culpa las madres y nuestras hormonas. Sobre todo cuando nació mi hija mayor (con la pequeña fue diferente como ya conté aquí) yo estaba tan flipada por lo que cursileramente se llama «el milagro de la vida» ( o sea, de como de un rato de ejercicio y amor puede salir una cosita tan perfecta) que le contaba mi experiencia a quien quisiera oírme. De manera compulsiva. Al frutero, al tendero, a la peluquera… ¡hasta me abrí un blog! 😉 que realmente estoy casi convencida de que acabas idealizando las cosas. Estaba yo pensando en que yo no me enamoré inmediatamente de mi hija… realmente recién parida a mí las hormonas me hicieron ir saludando por los pasillos a todo el mundo y lanzando besos como si fuera la Pantoja. Luego caí en la cuenta de que era madre y luego vino todo. Pero así de primeras, es que ni lloré. Pues esto, porque ahora me he puesto a hacer memoria, en realidad cuando lo cuento hablo del enamoramiento y tal, como hacemos muchas. Asi que ¡mea culpa!. Quizás estamos creando unas expectativas que no son reales… a veces pasa, y otras no.
También es cierto que cada una vivimos la maternidad de una manera distinta. En general, creo que la mayoría tienden (tendemos) a implicarse mucho, pero igual que hay gente a la que le gusta mucho el chocolate, gente a la que menos, gente que se lo come pero no mataría por él y gente directamente a la que no le gusta, esto del instinto maternal va por barrios. Hay quien tiene muchísimo de siempre, quien no tiene nada y de repente se lo encuentra, quien tiene más y quien tiene menos. Eso sí, mejor si los niños os horripilan ¡no los tengáis!. Pero no todos sentimos las cosas de la misma manera, ni las valoramos igual. Y esto también hay que respetarlo.
Una de las cosas que han dicho que más han sorprendido a mis amigos ha sido que una de ellas ha comentado que tal vez si su hijo hubiese sido más bueno le hubiese resultado más fácil quererle. Dicho así, suena muy fuerte, totalmente desapegado y egoísta. Pero sin embargo a mí es algo que he comprendido con facilidad, quizás porque yo, que tenía un super instinto, hubo momentos en los primeros meses de Mencía en que me sentí así. Ya os he contado en alguna ocasión (aquí y aquí) que mi hija pequeña fue dura, durísima de recién nacida. Lloraba diez horas al día, no dormía nada y sólo hacía que comer cuando no estaba llorando. Fue un auténtico infierno, que afortunadamente se ha ido suavizando con el tiempo. Alguna vez hablaba con una amiga cuya sobrina era igual que Mencía y siempre decía una frase con la que yo estaba completamente de acuerdo: «a algunos bebés los quieres porque estamos programados para ello, pero ¡qué condenadamente difícil nos lo ponen!». Es verdad. La cuestión es que cuando tus necesidades vitales no están cubiertas de ningún modo (no comes, no duermes, no descansas, no puedes casi ni ducharte, ni respirar) es bastante complicado pensar más allá. Y un bebé duro-durísimo pone las cosas mucho más complicadas. Hacen falta muchas dosis de paciencia, de empatía y de muchas otras cosas (y el cansancio extremo no ayuda precisamente a ejercitarlas) para no quererte morir. Lo digo con conocimiento de causa. ¡Y eso que yo soy una super-madre (no en el sentido de que yo lo hago todo bien, más quisiera, sino de que muté en madre cuando tuve a mis hijas a lo bestia y me salieron los superpoderes de madre), que para una persona menos maternal así a priori tiene que ser tremendo!
Oírle decir que durante muchísimo tiempo se preguntó si ella valía para eso se me ha hecho muy muy duro.
En fin, que ha sido una experiencia realmente curiosa y aquí estoy todavía dándole vueltas a la cabeza y tratando de digerir la información… así que casi me voy a ver Project Runway y así nos dispersamos rápidamente. Besos!
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¡Cómo te entiendo! Yo tengo una niña y es absolutamente absorbente. Es cierto que me escapo dos ratos a la semana, (los lunes a clase de teatro a las 7 y otro día al teatro normalmente sobre las 8). Pero me levanto, la visto, la llevo a la guarde (esto todo antes de las 8 de la mañana), voy corriendo de vuelta a casa, cojo la moto, voy a trabar de 8.30 a 15.30, salgo corriendo con la moto de nuevo, llego a casa (sin comer), cojo al perro y me voy a buscarla a la guarde con el perro incluido (4.30), volvemos a casa o nos quedamos en el parque, merienda, juega, me estresa… y así hasta las 7 que llega su padre y colabora un poco. Hasta las 9 o 9.30 no suele dormirse, así que hasta esa hora, totalmente absorbida. Adoro a mi hija, también tengo un trabajo de menos horas y no lo cambiaría por nada porque mi tiempo con ella es fundamental. Pero sí, es muy duro y necesitas un descanso que, la mayoría de las veces no es posible.