Mencía tenía un problema con el sueño. O no sé si es más correcto decir que nosotros teníamos un problema con el sueño de Mencía. Ella nunca ha consentido dormir en la cuna ni en ningún sitio que no fuera pegada a mí como una lapa. Al principio era una forma de supervivencia de ambas: era la única manera de que ambas pegáramos ojo por la noche. A mí no me suponía un problema ético ni nada por el estilo, igual que no me lo supuso que Aldara durmiera desde el primer día en su dormitorio solita cuando era un bebé. Bueno, Mencía no era así, estaba claro que era un bebé que necesitaba mucho contacto piel con piel y si dormir conmigo era la solución, pues dormíamos juntas y ya estaba. Ni me gustaba ni no, era lo que había. Y además, cuando tomaba el pecho era bastante más cómodo, dicho sea de paso.
Era un poco latoso porque no había forma humana de que se durmiera en cualquier otro momento del día. Cada vez que pensábamos en que se tenía que echar la siesta (básicamente porque ya sabéis, se les nota cuando necesitan dormir un poco) era un auténtico horror. Lloros, más lloros, gritos y de todo. Y claro, yo no me puedo echar una siesta a las 12 de la mañana, así que simplemente no era una opción. Se acostumbró. Al principio era muy traumático, pero luego la cosa se fue relajando.
Pero por las noches no mejoraba. Sólo quería dormir conmigo, a la vez que yo. Y sinceramente, eso sí que era un problema. En tiempos (cómo se nota que voy ganando en años) yo era una persona tremendamente nocturna y llevaba fatal el acostarme a las 9,30 de la noche. Hay días en los que estoy reventada y no me importa dormirme pronto, y realmente en un plano abstracto, me gusta pasar un ratito con mis hijas en la cama disfrutando de ellas. Incluso de dormirnos juntas. Me gusta oírlas respirar tranquilas a mi lado y es bonito ese momento.
Lo peor, peor de todo, era cuando yo no tenía absolutamente nada de sueño y ninguna gana de acostarme pronto. Intentar acostarla me crispaba. Era rato y rato de lloros, de gritos, de protestas, de todo. Daba igual que le contara cuentos, que la tranquilizara, que me tumbara a su lado, que estuviésemos en mi cama o en la suya. Ella se ponía de los nervios, yo me ponía de los nervios y acabábamos atacadas las dos. Sólo pensar en acostarla por la noche me generaba bastante ansiedad y odiaba el momento de irnos a la cama.
Y por otro lado está la cuestión de que no es sostenible que siga durmiendo con nosotros. Se mueve una barbaridad y acabo durmiendo en una esquina de la cama, con medio cuerpo fuera. Me duele la espalda una auténtica barbaridad. No descanso en condiciones y llevo unas contracturas de la pera.
Pero este verano los cambios de rutinas nos han venido maravillosamente. Mencía ha tenido que dormir sin mí muchos días, por la sencilla razón que yo no estaba. Y ahora con la vuelta a la rutina, y antes de que pudiese establecer nuevos hábitos hicimos una prueba: pusimos dos camas en su dormitorio, una para ella y otra para su hermana, que está encantada de compartir cuarto por otro lado.
La cosa ha sido milagrosa. Ha dormido varios días sola. Las acosté, les conté un cuento y al minuto se habían dormido las dos. Salí del dormitorio sin apenas dar crédito. Y así hasta las 7 de la mañana. No me lo podía creer. Ha sido así en más de una ocasión. Hemos dado unos pequeños pasos «patrás» (María) y otros «palante», pero tampoco me pongo metas a largo plazo. Estamos en el buen camino e intento disfrutar de cada día que puedo dormir medianamente expandida en mi cama. ¡Esto es vida!
Lo mejor de todo: que no llora, no protesta, irse a dormir no es un trauma para nadie ¡¡¡y que tengo un rato para mí sola!!!