Ya os conté que el otro día tuve la ocasión de ver el documental Bicicleta, cuchara, manzana en el día del Alzheimer. Como dije, me pilló de sorpresa este día y no pude escribir con antelación, y yo no sé vosotros, pero a la 1 de la mañana y después de haber visto un documental impactante no estaba yo para escribir grandes profundidades. Escribí a salto de mata, pero la cosa me dejó tan impactada que quería volver sobre ello. Simplemente, no podía dejar de hacerlo.
Después de verlo, la verdad es que sólo puedo dar las gracias porque hasta la fecha la cosa me haya tocado muy de refilón. Tengo conocidos, sí, que lo han sufrido en primera persona, porque aunque sean sus seres queridos quienes lo han padecido en definitiva es una enfermedad que afecta a todo el núcleo familiar, pero ninguno de mis parientes está o ha estado afectado de esta enfermedad. Por un lado, me alegro porque esto reduce (que no elimina, no nos engañemos) las posibilidades de sufrirlo dado el componente genético que tiene, y por otro, porque yo no sé cómo lo llevaría. Sinceramente, después de ver el documental, que pese a lo que pueda parecer no es especialmente trágico ni está tratado de una manera sensacionalista (la tragedia viene de la enfermedad en sí, no de como ha sido tratada en él) me quedé muy tocada. Es como si de repente hubiese abierto los ojos a una enfermedad muy dramática y hubiese sido capaz de entender lo que supone así de repente.
Creo que la enfermedad tiene dos fases: una en la que el enfermo es el que peor lo pasa porque es todavía consciente de lo que le está pasando y asumir lo que le ocurre tiene que ser devastador. Saber lo que te va a pasar, en lo que te vas a convertir, y notar el avance de la enfermedad tiene que ser un auténtico drama. En la segunda fase, en la que el enfermo está tan deteriorado que simplemente no se entera, creo que el entorno es el principal afectado porque el cambio salvaje de vida que tienen que hacer, el peso de la culpa por no tener horas en el día para atenderlo, la dejación de uno mismo para cuidar de una persona a la que has amado con toda tu vida y que no es ni una sombra de lo que fue, tiene que ser sencillamente terrible. Y la asunción de lo que va a pasar… tiene que ser durísimo.
Todas las enfermedades que sufrimos, en mayor o en menor medida, son vividas también por la gente que nos quiere. Yo hace muchos años tuve una enfermedad de estas raras que se pasó como vino y que nunca llegamos a saber qué era. Estuve cerca de dos meses ingresada en un hospital, sometida a mil y una pruebas y todo salía bien. Lo único que me pasaba era que, en pleno verano, yo iba con abrigo porque era como si mi termostato interior se hubiese estropeado y a cualquier mínimo cambio de temperatura temblaba como una hoja. No ligeramente. Me hice contracturas de tan fuertes que eran mis temblores, que simplemente no podía controlar. Era tremendamente aparatoso: yo entraba en urgencias y se asustaba la gente muchísimo porque parecía que me ocurría algo terriblemente grande o que tuviera una fiebre altísima. Yo les tranquilizaba porque parecía que era más de lo que era, pero el susto se lo llevaban igual.
Tenía 25 años y simplemente no me cabía en la cabeza que me pudiese pasar algo realmente grave. No entraba dentro de mis pensamientos. Y eso que podía haber sido gordísimo, pero simplemente yo no era consciente. Yo lo único que quería era saber qué me pasaba para empezar a solucionarlo. Ni siquiera me asustaba que fuese algo psicológico (a pesar de que sigo convencida de que no lo era)… si lo era, vale, había que tratarse y ponerse buena. No me daba miedo.
Pero ahora que soy madre, me imagino a mi hija en esta tesitura y estoy convencida de que el susto que debían llevar mis padres en el cuerpo era terrible. Yo no me daba cuenta, pero igual que lo pasaba yo mal, seguro que ellos lo mismo. Estaba enferma yo, pero mi enfermedad nos afectaba a todos. Como os digo, esto vino igual que se fue. Me curé de repente, prácticamente de un día para otro y la cosa no me ha dejado más secuelas que cuando estoy malucha (ni siquiera realmente enferma) vuelvo a temblar, aunque ni de seguido ni con tanta intensidad y se pasa en cuanto comienzo a recuperarme. Afortunadamente.
Pero el Alzheimer no se pasa. No sé a qué tengo más miedo, si a que le ocurra alguien querido o a pasarlo yo misma.
Esta enfermedad lo peor que tiene es que consigue acabar contigo en vida. Pierdes tu esencia, dejas de ser tú. Si en cualquier enfermedad grave, al final la personalidad del enfermo acaba sufriendo y cambiando, con el Alzheimer simplemente es que acabas muerto en vida. Dejas de ser tú. No puedes pensar como pensabas, no puedes disfrutar de las cosas que antes te emocionaban, en fin, te vas diluyendo progresivamente y al final acabas por ser una persona completamente distinta y limitada. ¿Existe algo más cruel que esto? Tiene que ser frustrante en las primeras fases de la enfermedad no ser capaz de recordar cosas tan básicas como dónde vives, saber leer un reloj, o simplemente recordar tres palabras que te han dicho hace un poquito. En el caso de Pasqual Maragall resultaba especialmente doloroso ver como una persona tan formada ve como es incapaz de hacer cosas muy simples. A mí una de las cosas que más me alucinó fue que consiguiera hablar en inglés con el Alzheimer diagnosticado hace ya un tiempo y con la enfermedad que iba dejándose notar en otros aspectos.
Tiene que ser tremendo perder los recuerdos. Con motivo de mi visita al Banco de Recuerdos me planteé qué cosas no me gustaría olvidar nunca. Quizás guardaría dos recuerdos, uno de cada una de mis hijas. Son cosas muy tontas, pero que me hicieron sentirme muy bien en su día. De Aldara me acuerdo de un día cuando era pequeñita, y tumbadas en la cama me empezó a decir, sin que yo le dijera nada, lo que quería a todo el mundo. «Tita… mushoooo, Abu…… mushoooooooo, papá, mushoooo, Nana, mushoooooo». Fue tan bonito lo en serio que se lo tomaba y la conclusión a la que llegaba siempre, que los quería a todos mucho. Y mi «mucho» fue más largo ;).
El recuerdo de Mencía es una cosa que cuento siempre porque aquel día nos moríamos de la risa todos. Estábamos en una comida familiar en el campo y Mencía, que tomaba pecho como si le fuera la vida en ello, estaba a lo suyo, enganchadísima. Pero en aquel momento me pasaron un helado y ella también quería. Así que se sentó en mi regazo e iba de la teta al helado como aquel al que le plantean una disyuntiva terrible. Parecía estar pensando «mmmmm teta……. qué rica…… ¿pero y el helado??…… mmmmmm está de la muerte… ¡pero tengo aquí mi teta!… ¡y mi helado! ¡Cielos, qué hago!». Es una auténtica tontería, pero en aquel momento la cosa sonó hilarante y tierno a la vez. También me quedaría con los momentos en los que la llevaba en mi fular, pegadita a mí. ¡Eso sí que lo echo de menos!
No me gustaría olvidarme nunca de esto. Y no me gustaría que mis padres se olvidaran de mí. Que no supieran cuanto los quiero. ¿Existe algo más cruel?
Por otro lado tampoco me gustaría ser una carga para mis hijas. Una enfermedad como ésta es un auténtico problema porque requieres una persona contigo las 24 horas del día. No quiero estar enferma, pero no quiero robarles su vida a mis seres queridos. No quiero dar la lata, no quiero que tengan que olvidarse de sí mismas para estar cuidándome a mí.
Espero y deseo que sea una enfermedad curable pronto. Ánimo a todos los que lo tenéis en vuestra mano.
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